El castigo y la gloria de Mimmo

Esta es la historia de alguien particular. Vestido con pocas ropas, encontramos un habilidoso sujeto. Mimmo, así le llaman, tenía ciertos encantos invisibles a los ojos mortales. O al menos eso solía decirse, un poco para sentirse mejor consigo mismo, un poco para correr tras las sombras, lejos de eso, lo de afuera.
Introvertido, Mimmo poseía una hermosa capacidad por formarse en un rollo gigante de cobijas, 
y funcionar como un relleno de taco, básicamente nuestro amigo era carne molida. A parte de eso, advirtiendo que hasta allí llegaba su bondadosa dulzura, podría contarles varias páginas de mimo, espero hacerlo alguna vez, pero ahora solo les contaré un principio:

Estamos en el día en que Mimmo decidió morir.
Pero no lo juzgues todavía.
Juzgar rápido suele perjudicar nuestro camino a la verdad.
Si pensáramos en cómo Mimmo no merece vivir, haríamos mal... Además de una imprudencia. Después de todo ¿cuántos aquí merecen vivir realmente?
Al menos Mimmo sabía cuál era su lugar en el mundo:

¡absolutamente ninguno!
Cuenta un abuelo japonés que aquel que no puede ganarse la vida no es humano. Pues nuestro chimpancé sin pelo, desgraciado de la evolución, o quizás, nuestro amigo planta efectivamente no deseaba ser humano. Así fue durante algún tiempo. De niño le sonreía a la gente más por el miedo que le infundía que por alguna gracia que le gustará en ellas. Su gracia era su desgracia. Así pudo conocer a muchas personas, algunas las llamo amigos, a otros amores, y algunos pocos, hermanos. Pero ¿a quién le basta con esas cosas? ¡Aún no nos ganamos la vida y ya queremos dejar esta carrera sin fin botada sin tan siquiera intentarlo!
Sí, eso era.
Eso padecía mientras las nubes colmaban el cielo de un blanco hueso profundo y con leves tonos de gris. Ya no recordaba los colores de las flores en la montaña ni los atardeceres en la playa. Satisfacciones baratas. Aún nada había resuelto, aún no se había ganado la vida.
Esa mañana, habían de ser las seis de la mañana, porque todos dormían y solo algunos espantapájaros se levantaban para dejarse escuchar e ir a trabajar: "¡Vaya! -pensó- esos sí que no saben ganarse la vida"
Aquel arrebato solitario se inconó como una daga en su pecho, deslizándose suavemente bajo las costillas, atravesando la carne hasta rozar un extremo del corazón. ¿Qué había estado buscando todo este tiempo? ¿Había una forma de ganarse la vida? Y adivinen amigos, esas preguntas disparatadas que merecían un "caye boca mijo", sería respondidas, pero no de la manera oscura y melancólica que sé que tienes en la mente. No, la muerte, no era el pasaje triste del que hablan los sagrados libros, sino que se parecía en este momento al Valhala nórdico, el cielo en que al fin podemos luchar con todas nuestras fuerzas.

Eso era todo lo que había buscado Mimmo en su vida. Un escenario para luchar y una condición mental para poder hacerlo. Y dirán mis amigos más revoltosos que porqué no hacía eso en este mundo, en "la Realidad". La respuesta es sencilla, su salvación no importaba tanto como la que solo se consigue con otros. La dama de la sociedad suele lavar las manos con olvido, decepción y traición después de derramar la sangre del valor. No sería un mártir, sería algo menos, aunque no le gustará la libertad, esa que estropea el ideal de la supervivencia de la especie, iría tras ella. No importa si es muy tonto, Mimmo es así.
Y es entonces cuando Mimmo empaco. Llevo consigo su vestido de papel favorito, papel periódico por supuesto, en el escribió con tinta roja "no revivir". Empaco dos paquetes de un poderoso antidepresivo que le recetaban, ya saben, por otros episodios del pasado. 20 pastillas a la vez bastarían para hacer sufrir y dejar morir a un hombre común. Él, un poco más pequeño y flaco que los normales, calculo que con 50 bastarían para su propósito. 
¡Vaya! Al fin tenía un propósito, empezarlo todo de nuevo.

Y entonces marchó al lugar más lejano que conocía. Se trataba de un hermoso mirador con vista a las capital, a otras montañas y en el cual solía jugar entre sus colinas fuera un niño o un viejo. Realmente mimo amaba este lugar, por eso lo había escogido.
El camino fue difícil, cayó varias veces ya que las lluvias y ese hielo infernal de la montaña habían echo estragos con un camino que, ya fuera en verano, se imponía ante pulmones débiles o contaminados de la ciudad.
Mientras caía, reía... Reía demasiado y aquella carcajada se escuchaba entre los árboles como el gemido desesperado que hacen los humanos cuando se encuentran ante la realización de sus sueños... O simplemente teniendo sexo. Otro será el espacio para hablar de eso.
La hazaña, que poco tenía que envidiar a las epopeyas mitológicas, se hacía cada vez más dura, pero Mimmo nunca pensó en adelantar su deseo. No podía "simplemente dejarse morir", él deseaba llegar hasta donde debía suceder, ese era su castigo y Gloria, juntas en su pecho.
Atravesó una espesa vegetación que para su alegría anunciaba que se acercaba a su destino "pensar que aún luchamos por algo tan absurdo como el destino" -murmuro, casi lloro, pero al final rió.
Al fin lo vio. Tras un alambre de púas torpemente instalado en el abandonado mirador, se extendía un campo amarillo, una pradera del sueño. Saltó el alambre y al fin se dejó caer en el frío pasto, llenando de barro su rostro y sus ropas.
Miro el cielo, blanco y gris, soño con volar ahí, aunque estaba seguro que eso no iba a pasar, no sólo porque no existiera el cielo, sino que aun admitiendo la existencia divina estaba muy seguro de no merecer las alas de los ángeles. Solía odiar ese amor de dios "incondicional", su deseo era no ser salvado, su vestido lo decía claramente, y a Dios no le importaba eso, impertinente como siempre. El mensaje en el vestido de papel posiblemente era innecesario, pensando en todo el tiempo que tenía antes de que alguna alma viva le encontrará dadas las condiciones del lugar, por ello bien escogido.
El cielo parecía perdonarle, la lluvia había cesado y solo se mantenía la leve brisa congelada y una pequeña llovizna que rayaba la mirada. Busco algo bajo su vestido, y de entre sus piernas saco un paquete de cigarrillos al que solo le restaba uno, el único que había guardado para la especial ocasión. Lo llevó a su boca, saco cerillos también de entre sus piernas y lo encendió. Todo había sido absolutamente estúpido hasta ese momento, conversaciones vacías, todo hasta ese momento le había parecido solo la eterna necedad de los cascarones huecos que vestían todos para poder habitar el mundo, tratando de ser especiales, jugando a ser genios peligrosos cuando se trataban de egoístas temerosos, demasiado ocupados revolcándose como para darse cuenta lo abrumado que estaban de la aparición de las cosas.
Pero ese momento era lo que había esperado, y eso le parecía sumamente extraño, lunático se diría... Le encantaba. A este punto el cigarrillo se agotaba, viéndolo Mimmo se detuvo en ese momento. Dulcemente saco los tarros de pastilla y las puso juntas en su mano. Las miro por un momento. El progreso al fin nos había llevado aquí, si bien aun no controlamos muchos aspectos de la vida natural, al menos teníamos las suficientes tecnologías para matar a cuantos quisiéramos... Y de matarnos cuando quisiéramos.
Aquí termina nuestra historia, no queda mucho más que contar, y quizás sería triste solo dejar la imagen de quince minutos que duró la ingesta de pastillas, antes de que su estómago hiciera un violento movimiento, tratando de vomitar. Sería triste decirles que Mimmo no se permitió vomitar hasta que al final una espuma blanca rodeó su boca y anunció la entrada al teatro de "lo que se ha hecho".
Deslumbrantes son los caminos mientras nos alejamos de la escena, la lluvia vuelve a caer, ahora con más fuerza, quizás los dioses estén furiosos, pero allí donde se encuentra Mimmo, sé muy bien le estará acompañando una sonrisa y una canción.

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